En 1992 escribe Gregorio Morán: «La Transición a la democracia iba a ser el nacimiento del mundo. Jornada tas jornada iría apareciendo el universo democrático hasta que la obra se diera por concluida y el mundo, nuestro mundo, se pudiera considerar si no perfecto al menos acabado. (…) Enterrado Franco empezaba a contar nuestra vida». Ese nuevo mundo aparece en las películas del ciclo como un limbo, un espacio inmóvil, un tiempo clausurado en donde la construcción de un destino compartido parece una quimera. Si el anterior ciclo comisariado para el CA2M, LA CIUDAD ES NUESTRA, trataba el modo en que el cine de los setenta describía lo común, en QUIETO TODO EL MUNDO la desconexión interpersonal, la pérdida de valores de referencia y un ensimismamiento gradual constituyen el magma del que emergen películas protagonizadas por una generación estupefacta y desorientada: la que vivió el franquismo y no sabe cómo vivir en ese nuevo mundo con el que soñó en su juventud. Un cine poblado por individuos solitarios, habitantes de casas vacías y ciudades inciertas, nostálgicos perennes, con existencias a veces ficticias a veces fantasmales, sin presente ni futuro al que agarrarse.
Esa generación estática es la de Gritos... a ritmo fuerte (José María Nunes, 1984), crónica documental del desencuentro entre una pareja de progres que intenta comprender a las jóvenes bandas de rock, punk y tecnopop de la Barcelona del 83, o la de Cuerpo a cuerpo (Paulino Viota,1984), reverso desapacible y crudo de las comedias ligeras de Colomo y Trueba. Como desapacible es el monologo desgarrado y estremecedor de Esperanza Roy en Vida/Perra (Javier Aguirre, 1982), viuda que únicamente puede relacionarse con el vacío de su propia voz y los fantasmas que convoca. El ciclo de películas es a su vez un retrato de grupo de la clase media española nacida del desarrollismo como la de Alfredo Landa de Las verdes praderas (José Luis Garci, 1979), la epifanía de fin de semana de un hombre de éxito profesional que sigue siendo un desclasado de existencia mediocre e infeliz o la de una élite intelectual moribunda, atrapada en viejas hazañas y leyendas que supone El encargo del cazador (Joaquim Jordà, 1990). La cultura parece también apresada en un laberinto que ella misma ha diseñado, como los dos escritores protagonistas de Epílogo (Gonzalo Suárez, 1984), quienes afirman que «ya no quedan historias que contar».